EL ALCOHOL EN LOS NIÑOS

Llegan las Fiestas Patrias y con ellas los brindis que, en más de alguna oportunidad, suelen ser copiosos. Nos parece oportuno hacer un análisis del riesgo de intoxicación etílica en la infancia y del alcoholismo infanto-juvenil.

Los pediatras que trabajamos en servicios de urgencia solemos atender niños con intoxicación alcohólica aguda, producida inadvertidamente en el transcurso de una alegre fiesta familiar. El caso típico es el niño de unos 6 años, que por juego se toma los conchos de unas cuantas copas y al poco rato empieza con vómitos, torpeza motora y a hablar gangosamente. Cuando llega a urgencia es evidente el olor de lo bebido en sus ropas.

La intoxicación alcohólica en el niño es engañosa, pues al momento de examinar al paciente no sabemos si llegó a su vértice o aún puede agravarse más. Esto es muy explicable, porque con la alegría y despreocupación de la fiesta, nadie se fijó si el niño ingirió algo ni, menos aún, la cantidad y a qué hora ocurrió.

Lo primero que hay que hacer es tratar al niño y luego al tóxico. O sea, hay que fijarse en el estado de conciencia, las condiciones hemodinámicas y la respiración. Como el olor es característico, así como la fecha y el ambiente de fiesta de los acompañantes, es fácil llegar al diagnóstico. Afortunadamente la determinación bioquímica del alcohol en la sangre es un procedimiento sencillo y al alcance de cualquier servicio de urgencia.

A veces está indicado hacer un lavado gástrico o provocar un vómito farmacológico, siempre poniéndose en resguardo de la aspiración del contenido etílico a los pulmones. Paralelamente se instala un suero glucosalino y se toman los exámenes correspondientes.

Existe mucha concordancia entre los síntomas clínicos de la embriaguez y los niveles de alcoholemia, pero en adultos. En los niños, en cambio, hay menos paralelismo, en un marco de mucha mayor sensibilidad. En todo caso hay que recordar que alcoholemias menores a 0.2 g/Lt en general son asintomáticas y valores de 0.3 g/Lt producen una discreta pérdida de la capacidad de concentración. Con 1 g/lt ya hay embriaguez clínica.

La nueva legislación chilena, establece que un nivel de 0.3 corresponde a conducir bajo la influencia del alcohol y 0.8 recae en una la falta gravísima por conducir ebrio.

Es oportuno recordar que si bien la alcoholemia varía en función de varios factores, para una persona de 70 Kg, una lata de cerveza, 1 vaso de vino de 150 ml o un sour preparado con una cucharada de pisco muchas veces determinan alcoholemias de 0.3 g/l. Asimismo la cucharada de pisco en una gaseosa, el clásico combinado eleva la alcoholemia mucho más rápidamente. Por ello, el mejor consejo que puede darse es no consumir alcohol en absoluto si se va a manejar.

El otro punto importante de resaltar es la falacia de que dos personas que beben lo mismo tendrán la misma concentración etílica en la sangre. El nivel la alcoholemia se ve influida principalmente por el peso y el sexo del individuo.

Junto a lo anterior, hay que detenerse en el alcoholismo infante juvenil. Chile ostenta una de las tasas de este flagelo más altas del mundo, situación que trasciende verticalmente desde la edad infantil hasta la vejez.

Cuando se trata de una persona joven suele ir asociada al consumo de drogas. Según estimaciones de CONACE, en promedio, 1 de cada 40 escolares entre 8º básico y 4º medio aspira cocaína con regularidad, en cualquier establecimiento, independiente del nivel socioeconómico del colegio. El consumo de alcohol es muy superior.

El problema se ve agravado por el creciente alcoholismo en las niñas. Algunas jóvenes pre-adolescentes realizan frecuentes carretes que son un espejo de las luchas feministas en reclamo de igualdades y del menor control que ejercemos los padres en saber qué hacen las muchachas en sus salidas nocturnas.

Esta epidemia que empezó siendo mayoritariamente masculina, se ha ido igualando en ambos sexos, promovida por una industria obscura que incita a la diversión nocturna en mujeres de cualquier edad.

Un denominador muy frecuente en el consumo de alcohol y drogas es el mal rendimiento escolar y la baja autoestima que tienen estos jóvenes, que han sido expulsados de diferentes colegios; que quisieran vivir el presente inmediato y específicamente tener una diversión riesgosa donde ingerir bebidas espirituosas.

La situación es muy difícil de abordar por la contradicción cultural en que estamos insertos, ya que por una parte la sociedad busca reducir todos los factores que promueven el consumo de psicotrópicos y bebidas espirituosas pero, por otra, es muy permisiva con los gestores que promueven la venta y el consumo de los mismos. Necesitamos un cambio.

La familia parece ser el principal factor de protección. Es crucial la existencia de una relación armónica entre padres e hijos, que se base en el cariño y la buena comunicación. Los papás debemos participar mucho más en el desarrollo de nuestros hijos y, obviamente, no dar malos ejemplos.

Como hecho positivo vemos que algunas municipalidades tratan de intervenir con tímidas ordenanzas para regular la permanencia de menores en las calles y lugares de diversión nocturna. Los resultados de esta interesante iniciativa serían mucho más efectivos, si fuesen coordinados con otras medidas.

El control de esta epidemia socio-cultural será factible si se produce un trabajo mancomunado en las tareas de prevención, programas de focalización de los recursos a los grupos de más riesgo, diagnósticos multidisciplinarios precoces y servicios terapéuticos con amplia cobertura, eficientes, efectivos y eficaces para servir a una población de jóvenes muy disímil que se inicia en el consumo de estas sustancias a edades cada vez más tempranas.

Revertir el problema es complejo. Se requiere del diagnóstico precoz de cualquier trastorno relacionado con el uso, abuso o dependencia a estas sustancias. El papel del pediatra es relevante, ya que somos los profesionales de la 1ª línea en la lucha contra el flagelo. Debemos partir por ocuparnos de cosas tan sencillas como escuchar, orientar o hacer preguntas dirigidas a los padres, a los propios jóvenes y a los profesores. Asimismo, estar atentos frente a una pérdida de peso, cambios en el comportamiento o cualquier síntoma aparentemente inexplicable que puede indicar una dependencia al alcohol o drogas.